El Conde Drácula no nació como vampiro, sino como príncipe de una nación lejana en el siglo XV. El escritor Bram Stoker, de origen irlandés, se inspiró en el personaje histórico Vlad Tepes, príncipe de la región de Valaquia, que ahora es parte de Rumanía.
Vlad Tepes fue un héroe particularmente tétrico. Entre los habitantes de su reino se ganó una buena fama por la formidable resistencia con la que combatió a sus enemigos, los otomanos (actualmente turcos). Entre sus enemigos, sin embargo, su reputación era tenebrosa. Vlad condenaba a sus priosioneros y rivales a una muerte terrible, clavándolos a largas picas ante sus castillos, y existen pinturas que lo retratan mojando el pan en la sangre de sus enemigos. Esa fue la fuente de inspiración del escritor Stoker cuando creó al cruel Conde Drácula.
El nombre, por cierto, también viene de Tepes, al que en su momento se le llamaba Vlad Draculea, que significa “hijo de Drácul”, algo así como “diablo”. Ahí terminan los símiles, ya que el Conde Drácula de los libros vivía en una época mucho más reciente.
En la novela que lo popularizó, Drácula es un personaje que vive en Transilvania, otra región de Rumanía, y que secuestra a unos ingleses a los que acoje como huéspedes. Pronto intuyen que es un tipo raro, ya que solamente vive de noche y su imagen no se refleja en los espejos. Cuando el conde decide viajar a Londres, descubren que es un vampiro que se alimenta de la sangre de otros humanos y junto a Van Helsing, un especialista en la materia, deciden matarlo. El Conde Drácula se ve entonces obligado a huir de nuevo a su castillo, donde finalmente morirá a manos de sus perseguidores, que descubren que pueden matarlo llenando du boca de ajos y clavándole una estaca de madera en el corazón.